Más de un siglo se alarga el día, de Chinguitz Aitmátov (Automática) Traducción de Marta Sánchez-Nieves Fernández | por Juan Jiménez García
Cuando empecé el libro, nada había pasado. Algo más de quinientas cincuenta páginas después, nosotros también tenemos un día que se alarga más de un siglo, que se alargará más de un siglo, que será otra fecha en nuestro calendario de catástrofes, colectivas, personales. ¿Cómo no entender que quería decir Chinguiz Aitmátov? Allí, en las estepas sarozenas, aquí, al sur de la ciudad. Entre medias, años, un cambio de siglo e incluso caídas y dioses. Alrededor de todo, nuestra relación con la naturaleza, frente a la que poca cosa somos (consciente o inconscientemente) y con la muerte (el día al que hace referencia el escritor kirguís, es un día de entierro). Hay una palabra que escribe y que me pareció estremecedora, ya antes: la partida de un ser humano a la inexistencia. La inexistencia.
Este es un libro en el que un solo día, el día del entierro de Qazanghap, se convierte en el camino por el que retrocede la historia, lejos, muy lejos, anterior incluso a la muerte de Stalin, cuando Stalin lo era todo, absolutamente todo, la vida y la muerte, incluso en aquel apeadero en el que los trenes avanzan de este a oeste y de oeste a este, sin detenerse las más de las veces. Allí vive también Ediguéi Buranny (así llamado por el lugar, Boranly-Buranny). Nadie parece estar preparado para pasar allá mucho tiempo, un rincón en el fin de un mundo, junto a un cosmódromo. Allí no hay nada. Solo espacios vacíos, inviernos. Sin embargo, tanto Qazanghap y su mujer, como Ediguéi y su mujer, permanecen. Él era pescador en el lago Aral (que poco a poco va desapareciendo), antiguo héroe de guerra. Ahora también trabaja en la estación y ve pasar los trenes y el tiempo. Las estaciones y las injusticias, a veces también la felicidad y el amor. Hasta allí, todo eso es posible. La naturaleza humana también crece allá.
Un día llega hasta ahí Abutalip Kuttybaev y su mujer, con sus dos hijos. Ambos han sido maestros, pero él ha caído en desgracia. Hecho prisionero por los alemanes, escapa y acaba con los partisanos de la Yugoslavia de Tito. Ser hecho prisionero y no haberse pegado antes un tiro. Tito y su turbulenta relación con Stalin. Responsabilizarse de la Historia que escriben los demás. Enviarlo al apeadero es una forma de castigo más, pero ni tan siquiera ahí acabará todo. Es el año 52 y todavía se buscan, animados por el padrecito. Si no existen los delitos, se crean. Abutalip es un hombre culto y, por lo tanto, presa fácil. Solo se necesita un algo de algún miserable y el trabajo incansable de algún burócrata. La vida siempre está en otra parte, incluso en el espacio exterior (aunque no queramos saber nada de ellos… esa otra historia que anima el libro). Aitmátov escribe sobre el carácter efímero. ¿Qué somos? Poca cosa. Ediguéi, una fuerza de la naturaleza, como Qaranar, su camello, llega a la vejez aspirando simplemente a que se respete la muerte. Ha visto demasiado, ha conocido muchas historias y leyendas, ha sobrevivido y ha perdido. Primero, a su hijo primogénito, luego… Es discutidor, noble y aun en aquel remoto lugar, apasionado.
Condenados a una eterna repetición. Con Gengis Kan, sobre su cabeza, en el cielo, viajaba una nube blanca, que no debía abandonarle nunca. Cuando lo hizo, la nube desapareció y se puso a seguir a un recién nacido, a cuyos padres acababa de ajusticiar. La nube también abandonó a Stalin. Demasiadas muertes. Demasiada muerte. Aitmátov no solo escribe sobre la época o las épocas, sino sobre las leyendas. También sobre el propio Gengis Kan. Parece querer decirnos: volvemos. Vuelve. En el capítulo final, que escribió veinte años después, habla de que el Mal está condenado al fracaso, por mucho que se haga pasar por la verdad. De nuevo, en estos días está esta frase. Dudo tanto… Nuestras desgracias siempre son mayores que las de los demás. El Mal se construye sobre la insensibilidad. En su repetición, en su banalización, en la multiplicación de las imágenes, de los discursos, de las palabras, se diluye. Todo lo bueno… Todo lo bueno… Me pregunto dónde se fue Ediguéi. Es un héroe de nuestro tiempo. El siglo pasado tuvo muchos héroes de nuestro tiempo. Eran héroes pequeños, de andar por casa. Héroes sin nombre, o con un nombre que no iba más allá de unos pasos. Gritaban poco o no gritaban. Vivían e intentaban ser justos, y eso no era poco. Tenían el respeto de unos otros, y eso era algo, pero también la consideración de locos por los demás. Recuerdo cuando en el colegio no éramos más que unos críos y nos preguntaban que queríamos ser. No de mayores. La infancia llegaba a su fin y había que ser algo. Niño ya no valía. Yo recuerdo que quería ser arqueólogo, porque había leído Dioses, tumbas y sabios, de C.W. Ceram. Ahora, con lo que sé, treinta y muchos años después, diría nada. Absolutamente nada. Como Ediguéi Buranny. Es decir, todo.